Sobre mí
El último garabato
Nací en Villanueva de Córdoba, pero crecí entre las cuestas de Cabra, donde el sol parte en dos las paredes encaladas y el silencio huele a campo y a lápiz recién afilado. Mi infancia fue un cuaderno mal doblado, lleno de rayas sin sentido, y en el margen, siempre, un dibujo que nadie me pedía.
Aprendí a mirar antes que a hablar. Y cuando finalmente supe pronunciar mi nombre, ya lo había firmado mil veces en papeles escondidos. En la escuela de arte Mateo Inurria entendí que el arte no siempre se trata de belleza. A veces es sólo una urgencia. Más tarde, en Granada, el diseño gráfico me enseñó a ordenar lo que dolía. A darle forma al ruido.
Fui músico un tiempo, y en el escenario también dibujaba con acordes. Pero mis manos siempre volvían al papel. A la tinta. Al gesto. En algún momento empecé a firmar como Sr. Correcto, aunque sabía que nada en mí aspiraba a ser correcto. Solo honesto. Solo mío.
Mis dibujos no buscan respuestas. Son más bien preguntas lanzadas con rabia y ternura. Garabatos tensos como la cuerda de una guitarra a punto de romperse. Pinté en París, en Málaga, en cualquier rincón donde una pared me escuchara. Cada obra era una conversación sin palabras. Un intento de ordenar la tormenta.
Con el tiempo, mis trazos se volvieron más seguros. O quizá más torpes, pero más valientes. Pintaba con furia. Con miedo. Con amor. Con hambre. Hasta que un día, mientras dibujaba sin pensar, sentí que el lápiz se deslizaba por mi piel. Ya no había papel. El trazo seguía en el aire, en la respiración. Era mi cuerpo el soporte.
No supe en qué momento dejé de ser yo para convertirme en línea. En mancha. En eco. Dicen que me encontraron con el pincel en la mano y una sonrisa leve, como si hubiera terminado de decir algo muy importante.
A lo mejor era eso.
A lo mejor siempre estuve dibujando mi muerte.
Y no me di cuenta hasta que la firmé.